lunes, 22 de abril de 2013

Capítulo 2: Esqueletos en el Armario




Capítulo 2: Esqueletos en el Armario


>> Dicen que la sangre ata. Que nos encadena con correas invisibles y nos recuerda de dónde venimos y qué somos. No es algo de lo que sorprenderse, pues los eruditos siempre han reconocido el poder intrínseco y visceral que esta alberga. Llegamos a este mundo envueltos en ella, como una macabra mortaja caliente y lo abandonamos de la misma forma. Es el Alfa y el Omega de nuestra existencia, nuestro principio y nuestro fin. Nos conecta por lazos inviolables entre nosotros y a aquellos de los provenimos, lazos de vísceras, carne y hueso. Lazos que traspasan el lugar, el tiempo y el espíritu. Y de la misma manera nos trasmite nuestra herencia.

Dicen que la astilla está formada del mismo material que el palo del que salió y que la manzana nunca cae muy lejos de su propio árbol. Podemos correr, alejarnos y mentirnos a nosotros mismos, pero nunca podemos olvidar aquello que somos. Eso me recuerda a una fábula que oí una vez: 

Había una vez una rana sentada en la orilla de un río, cuando se le acercó un escorpión y le dijo: -Amiga rana, ¿puedes ayudarme a cruzar el río? ¿Puedes llevarme en tu espalda hasta el otro lado? -¿Que te lleve en mi espalda? -Contestó la rana-. ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco! Si te llevo en mi espalda, sacarás tu aguijón, me picarás y me matarás. Lo siento, pero no puede ser. –No seas tonta –le respondió entonces el escorpión-. ¿No ves que si te pincho con mi aguijón, te hundirás en el agua y que yo, que no sé nadar, también me ahogaré?

Y la rana, después de mucho pensarlo, se dijo a sí misma: -Si este escorpión me picase a mitad del río, nos ahogaríamos los dos. No creo que sea tan tonto como para hacerlo. –Y entonces, la rana se dirigió al escorpión y le dijo: -Mira, escorpión, lo he estado pensando y te voy a ayudar a cruzar el río.- El escorpión se colocó sobre la resbaladiza espalda de la rana y empezaron a cruzar el río juntos.
Cuando habían llegado a mitad del trayecto, en una zona del río donde había remolinos, el escorpión picó con su aguijón a la rana. De repente la rana sintió un fuerte picotazo y cómo el veneno mortal se extendía por su cuerpo. Y mientras se ahogaba, y veía cómo también con ella se ahogaba el escorpión, pudo sacar las últimas fuerzas que le quedaban para preguntarle incrédula: -No entiendo nada… ¿cómo has podido hacer algo así? Ahora moriremos los dos…- Y entonces el escorpión la miró y le respondió: -Lo siento rana. Es mi naturaleza, es mi esencia, no puedo evitarlo, no puedo dejar de ser lo que soy, ni actuar en contra de mi naturaleza, ni de mi costumbre, ni de otra forma distinta a como he aprendido a comportarme.

Y después de decir esto, desaparecieron los dos, el escorpión y la rana, debajo de las aguas del río.

Es una bonita historia, con moraleja y un final feliz, como a mí me gustan. 

¿Pueden los hijos renunciar a los pecados de los padres o estamos atados por la sangre y obligados a cargar con su herencia maldita?



I

La tormenta recibió al hombre de la gabardina con un tapiz de cielos negros y truenos lejanos. El aire de Nueva Inglaterra era húmedo y ventoso, y a pesar de estar a principios del verano daba la sensación de encontrarse en lo profundo del otoño. El tintineo de las gotas sobre la luna oscurecía la ya nublada vista mientras el vehículo dejaba atrás los bosquecillos templados para ascender por el oscuro y sinuoso camino hacia la colina. Los arbolillos se mostraban retorcidos y moribundos, como si nada sano y brillante creciese en aquella tierra maldita. El hombre había dejado la ciudad varias millas atrás, dirigiéndose a la antigua y olvidada propiedad. La gente le había parecido esquiva e inquieta al hablar sobre la mansión, como si apenas recordasen algún antiguo tabú del que no había que hablar. No lo comprendió hasta divisar la magnífica estructura. En una vetusta llanura rodeada de vegetación salvaje se alzaba la vieja mansión Derleth, como un siniestro monumento a un pasado olvidado. De estilo gótico, maltratada por el tiempo y el clima del lugar, pero aún así imponente. 

Las gárgolas de la puerta principal, dos bestiales grifos erosionados, lo observaban desde las alturas con impávida voracidad. El hombre tuvo que apearse para abrir él mismo el enrejado y el vuelo de los cuervos le advirtió de que su presencia allí no era bienvenida. Se encontraba lejos de su hogar, en una tierra extraña donde no era más que un intruso, y esta se aseguraba de que fuese consciente de ello. 

Las negras nubes hacían difícil adivinar la hora del día, pues siempre parecía a punto de anochecer y la llovizna resbalaba por la larga gabardina mientras el extraño volvía hasta el vehículo. Si el enrejado ya resultaba siniestro por sus filos y aristas, sus gárgolas de macabras expresiones y las hiedras y espinos que lo poblaban, la estructura principal no dejaba indiferente. Era un monstruo de tiempos remotos, coronado de bestias de piedra, retorcidos enrejados y crueles para-rayos. Con columnas de estilo clásico y acabados de mármol y madera, la mansión hacía viajar siglos en el tiempo a aquel que la observaba, a un tiempo donde la noche era más oscura y las llamas de las velas más gruesas. 

El látigo de la tormenta le azotaba el cabello mientras ascendía por los gastados y resbaladizos escalones hacia la monumental puerta principal. Una estructura de madera con acabados de hierro negro y un llamador sacado de cualquier relato de Poe; casi como el resto de la casa. Tres veces sonó el metal contra el metal antes de que, con un chirrido lóbrego, la puerta se abriera vomitando a un escuálido hombrecillo de mirada severa. El hombre, de velluda nariz y blancos cabellos parecía casi tan viejo como la casa y el negro era su color predominante. Con un ademán lo recibió, formal pero sin demasiada cordialidad.

-Bienvenido sea caballero a la casa Derleth. Pase sin demora, pues la lluvia no arrecia y peligra su salud.- el tono quejumbroso y ronco del anciano mayordomo resultaba desagradable a pesar de sus preocupadas palabras y el arcaico vocabulario se antojaba drásticamente inquietante.

Casi arrebatándole el abrigo, lo guió hasta una habitación espaciosa y tranquila, ricamente decorada hasta el punto que resultaba barroca. Los retratos nobiliarios y las lámparas de araña eran un recurso habitual en aquella morada y los trofeos de caza y animales disecados añadían una nueva dimensión a lo siniestro del lugar. El polvo crecía a su alrededor como la mala hierba y evocaba una sensación de tremenda antigüedad pese a los cuidados de los sirvientes. Ya empezaba a impacientarse cuando el adusto mayordomo se presentó de nuevo. Sin entablar conversación más de lo necesario lo llevó por amplias salas y largos comedores hasta una estancia ubicada al norte de la casa, una pequeña sala de estar con una gran cristalera cubierta de hiedra que daba vistas al descuidado jardín. Este era la pesadilla de cualquier jardinero; años de abandono habían visto crecer una selva de espinos, yedra y maleza salvaje que invadía sin clemencia las estructuras, las fuentes y el enorme estanque.

En la pequeña habitación descansaba una anciana. De gesto autoritario y facciones duras, la mujer llevaba un elaborado pero práctico vestido negro de época que inevitablemente invocaba la imagen de una viuda plañidera. Su cabello, gris y recogido realzaba la sobriedad de su aspecto; mientras que sus ojos, oscuros y profundos lo observaban todo, juzgando cada detalle con ojo crítico. Recordaba a un ávido cuervo pendiente de un festín.

-Supongo que usted será el caballero que mandó llamar mi cuñado, Robert – comentó con la misma emoción con la que un forense hurga en las tripas de un cadáver-. Mi nombre es Victoria Derleth, y tras el fallecimiento de mi esposo, hago las veces de cabeza de familia; aunque Robert suele encargarse de los asuntos económicos y de mal gusto.

El hombre asintió distraídamente dejando volar la mirada por la sala escasamente iluminada pero la anciana la captó de nuevo con sus palabras.

-Comprenderá que aquello de lo que aquí se hable debe quedar bajo la más estricta confidencialidad, pues no deseo que se manche el buen nombre de mi marido ni de la familia Derleth. Comprende mis términos y condiciones, señor… -la mujer esperó con impaciencia.

- Crowley. Por supuesto señora Derleth –Completó el hombre.

-Señor Crowley- asintió para sí como juzgando si aquel nombre era adecuado para el trabajo.

-Pero, con todos mis respetos, aún no me ha explicado para qué me mandó llamar- el secretismo y paranoia de la anciana podía ser un rasgo definitoria de su anticuada mentalidad y clase social, pero aún así la sierpe de la curiosidad se estaba enroscando alrededor del cuello de su camisa.

-Todo a su debido tiempo, señor Crowley. Antes de todo, debo saber si está conforme, si puede solucionar el trabajo y si será discreto.-Expuso la mujer con un deje de tensión. Parecía que la anciana fuese a compartir la historia más humillante que poseía, y quizás no anduviese demasiado alejado de la verdad.
El tipo se encogió de hombros-. Para eso me paga.

La mujer sonrió por primera vez en la conversación, mostrando sus dientes tersos y envejecidos, un poco torcidos, en una siniestra sonrisa de tiburón-. Por supuesto, para eso le pago –comentó para sí satisfecha.
Durante unos segundo el rostro de la mujer palideció, sus ojos adquirieron un matiz blanquecino y quedó petrificada, casi sin moverse, casi sin respirar. Cuando volvió en sí, parecía sorprenderse de encontrar frente así al oscuro caballero.

-Verá señor Crowley, la tragedia ha golpeado a la familia Derleth con toda su innatural furia. Un terrible mal de origen desconocido se ha cebado con nuestra sangre por motivos que me son del todo ajenos –narraba los hechos con un deje de congoja pero con la cabeza alta y gesto orgulloso, como correspondía a su posición social-. Hay quién dice que mi familia se encuentra aquejada de una horrible maldición, una que sin duda no merece. Otros, más osados aún, cuentan que el espectro de la muerte camina por los pasillos y corredores de esta casa.

La mujer tomó un segundo para suspirar.
-Sea como fuere, es innegable que alguna clase de retorcido mal amenaza a mi familia. Ya ha habido tres muertos y poco a poco la sangre de los Derleth está desapareciendo –explicó la anciana.

-¿Y como sabe que es una maldición lo que ha provocado esas muertes, y no causas accidentales o naturales? -preguntó el hombre con escepticismo.

La mujer lo miró y entrecerró sus ojos con enojo. El caballero no sabía si lo que había provocado esa reacción era la pregunta o la interrupción–. Todas las muertes fueron desgracias infortunadas, pero sucedieron en extrañas circunstancias. Y todas acontecieron en el interior de la mansión.

Crowley la miró con suspicacia contenida. Para un experto ocultista como él había mil explicaciones posibles, descartando, por supuesto, las naturales-. Necesitaré detalles señora Derleth. Nombres, lugares, acceso a la casa veinticuatro horas, así como a las posesiones de los difuntos y la historia familiar.

La mujer lo miró desafiándolo, como si las exigencias de aquel apagado hombre fueran inadmisibles; pero al final agachó la cabeza y asintió, derrotada por la pena-.Está bien-Concedió.

La lluvia golpeaba la empañada cristalera a espaldas de la anciana, marcando el compás del tiempo que ambos estuvieron allí. La mujer habló largo y tendido, y respondió, en su justa medida, a las preguntas del hombre.

La primera víctima había sido su hija menor, Mariel, de no más de 20 años de edad. Encontraron el cuerpo sin vida de la joven una mañana al alba flotando en el estanque. Nadie sabe cómo consiguió salir de la mansión, pues los sirvientes aseguran haber mantenido cerradas las puertas y las llaves guardadas a buen recaudo. La segunda víctima había sido el marido de su hija mayor Katherine, que falleció de un ataque al corazón a sus treinta y ocho años de edad. La última víctima fue el propio señor Arthur Derleth, el patriarca de la familia y marido de Victoria. El anciano y malogrado señor Derleth se suicidó presuntamente, arrojándose desde el desván, en donde, según admitió su viuda tras varias evasivas, se había resguardado en sus últimas semanas de vida. 

A pesar de la teoría aceptada del suicidio, la mujer reconoció que su marido llevaba meses esquivo, críptico y hasta algo paranoico. Fue un pequeño placer para el retorcido hombre el escuchar tales palabras salir de los labios de la orgullosa anciana. No mencionó mucho más, salvo algo sobre la semilla infértil de su hija. Según parecía la mujer llevaba queriendo tener descendencia al menos 10 años sin resultado, algo que también achacó a la supuesta maldición. La anciana estaba convencida de que una fuerza ajena estaba conspirando para acabar con su línea de sangre.

Al terminar, el señor Crowley se despidió de la turbada mujer y salió hacia sus aposentos, con la promesa de la guía del siniestro mayordomo y extraños sucesos por descubrir.




II 

Sin duda la casa era antigua, eso lo comprobó tras perderse en un par de ocasiones por el ala derecha de la misma. Sus aposentos se encontraban en el ala derecha de la mansión, en el primer piso. Los aposentos de la familia estaban separados de estos, quizás por mera distinción o decoro. Esa ala era mucho más antigua que el resto, pero había sufrido varias reestructuraciones al cabo de los años. El suelo de madera, combado en algunos rincones, crujía bajo sus zapatos como el chirrido de las ratas que seguro se apareaban entre las paredes y bajo este. Las largas galerías estaban atestadas de ilustres e infames antepasados, remontándose hasta la vieja patria. Había bigotes sádicos, barbillas endogámicas y miradas perturbadas en aquellos cuadros; un legado sin duda del glorioso pasado de la familia Derleth.

La lluvia fuera no solo no amainaba sino que rugía con innatural furia, cuyo torrente serpentino impedía ver más allá de los jardines de la mansión; como si no hubiera más mundo allá afuera que ese pobre refugio plagado de fantasmas. 

Estaba observando un fino retrato del difunto Arthur Derleth cuando ocurrió. La imagen era exquisita en el detalle, representaba al señor de la mansión tras regresar de algunos de sus viajes a la cuenca del amazonas y tenía todos y cada uno de los detalles: el arcaico traje de explorador, la pose señorial, un sable y hasta varios porteadores nativos contemplándolo con una mezcla a partes iguales de miedo y devoción en sus horribles caras simiescas. Sin duda había sido un hombre de mundo, como muchos de los diletantes que no sabían en lo que gastar su dinero y acaban financiando tales expediciones. El señor Derleth debía creerse alguna clase de Howard Carter de las junglas de Sudamérica. En su mayoría era ridículo: la pose, la expresión de suficiencia y hasta la esfera dorada que llevaba en una de sus manos. Fue esa extraña esfera, no mayor que un coco, la que llamó la atención de Crowley. Tenía finas inscripciones que apenas se podían diferenciar, suponiendo que el artista las hubiese retratado correctamente. Debía investigar más los “hallazgos arqueológicos” del señor Derleth, pues era el mejor punto de partida. Quizás si hubiese una maldición jodiendo el señorial culo de la familia después de todo.

Estaba sumido en tales pensamientos cuando la casa se estremeció de improviso, como sacudida por un pequeño temblor desde sus cimientos. Crowley tuvo que apoyarse en un busto poco definido para no perder el equilibrio. El temblor vino acompañado por un sonido de crujidos y chirridos sordos que se apoderó de los pasillos, como si aquella bestia arcaica se revolviera en su letargo.

-¿Qué coño ha sido eso?- se preguntó a sí mismo en la soledad del pasillo superior. No esperaba que nadie respondiera a su pregunta, pero para su sorpresa, no se encontraba solo en el lúgubre corredor.

-La casa es antigua- la voz que lo hizo girarse de pronto pertenecía a una mujer, que lo observaba sin disimulo desde una esquina. Le llamó la atención de improvisto. Era alta y atractiva; no con el exotismo de las chicas de la ciudad, que se esforzaban por destacar de cualquier forma, ya fuese con un peinado atrevido, ropa más atrevida aún o dispuestas a todo en la cama. Era diferente, sus labios resultaban carnosos, pero sin ser antinaturales, su figura esbelta pero con curvas en los lugares apropiados y su rostro denotaba algo mucho más interesante: secretos, demasiados secretos. Vestía un largo abrigo gris e incluso en la penumbra del interior de la mansión llevaba unas redondeadas gafas de sol protegiendo sus ojos. Su cabello, castaño casi cobrizo, caía hacia atrás en una larga melena. Por separado todos esos ingredientes no decían nada, pero juntos daban una imagen que no pasaba desapercibida. La chica tenía el aspecto de toda una mujer fatal, una de esas películas en blanco y negro, de esas que tu madre te decía que no traían nada bueno. Era terriblemente misteriosa y eso le gustaba.

El hombre la miró acercarse sin quitar ni un momento los ojos de encima. Parecía dispuesto a grabar el vaivén de sus caderas en su memoria para siempre. La mujer se dio cuenta, pues Crowley no se molestó siquiera en ocultarlo.

-¿Siempre mira así a todo el mundo?-preguntó la chica con un ligero ladeo de cabeza.

-Solo aquello que me intriga –respondió él -. No esperaba encontrar a nadie a estas horas de la noche. Espero no haberla despertado con mi curiosidad.

-Las horas significan poco en esta casa, caballero –sonrió con emoción fingida. Era una sonrisa que el tipo conocía muy bien-. Supongo que es usted el hombre que mi madre ha contratado para acabar con la “maldición” con la que está tan obsesionada. ¿Tiene nombre?

-No conozco a nadie que no tenga. Ethan Crowley. Puede llamarme Ethan si lo desea. ¿La señora Katherine Derleth supongo?

La mujer asintió despacio con falsa sorpresa-. ¿Supone?

-Su madre me ha contado la historia. No tiene pinta ni de sirvienta ni de espectro, así que… -Ethan se encongió de hombros.

-Ya veo, así que la vieja bruja ha aireado los trapos sucios con un extraño –sonrió con malicia, y esta vez la emoción era mucho más genuina-. Hubiese pagado lo que sea por ver la cara que puso al contarle esas cosas que tanto la avergüenzan.

Crowley la miró fijamente- Supongo que usted no cree en toda esa mierda de la maldición, ¿no?

La mujer desvió la mirada hacia la oscuridad exterior –En mi opinión no existen las maldiciones, ni los fantasmas, ni nada parecido. Las cosas no pasan por motivos sobrenaturales, no hace falta un espíritu o demonio al que culpar de todas nuestras desgracias. Si queremos un maldito culpable sería mejor mirar en un espejo. Todo lo que le pasa a esta familia se lo merece- Miró al hombre y sonrió con amargura-.Todos tenemos lo que nos ganamos.

El hombre la observó con detenimiento. Muchas veces las personas decían más con su cara, su ropa o sus expresiones que con cualquier palabra. Una persona que prestara atención a los detalles podía aprender mucho de la gente, aunque no siempre era agradable. 

A veces se descubrían cosas que era mejor mantener bajo llave. Pero así era la vida. Ethan era de los que perseguían la verdad por horrible y perturbadora que fuera. No porque fuese un valiente ni un idealista, era por la sonrisa que se dibujaba en su cara cuando descubría lo que la gente realmente escondía. Todo el mundo tiene esqueletos en el armario, y algunos salen caminando por ellos mismos. 

Cuando volvió la cara de nuevo a la chica, esta lo miraba fijamente, con los ojos entrecerrados y los labios apretados. Casi le provocó una erección. 

-¿Viene usted de la ciudad señor Crowley? ¿De Boston quizás?-. Katherine Derleth entornó ligeramente los ojos con curiosidad. Ethan se preguntaba que secretos escondían esos labios rojos como la sangre arterial.
El hombre negó suavemente –No, no soy de Boston. Aunque he visto la ciudad.

La mujer volvió a perder la vista en la lejanía de la tormenta más allá de la siniestra mansión –La ciudad es un antro de maldad y perversión. Mi madre se asegura de repetírnoslo al menos una vez al día cuando la senilidad la deja tranquila. Yo estudié unos años en Boston y la encontraba bastante más… natural que este cadáver en descomposición en el que vivimos. Creo que a la vieja arpía le pasó algo allí hace muchos años, quizás la violaron en un callejón oscuro o algo igualmente horrible. Nunca ha hablado de ello abiertamente. Demasiado orgullo, ¿sabe?

No le sorprendía en absoluto el abierto rencor que la mujer mostraba por aquella que la había parido por entre las piernas, esas piernas que, si las suposiciones de la mujer eran ciertas, había disfrutado algún bastardo hacía muchos años -. No se llevan muy bien.

-¿Usted cree?- preguntó con sarcasmo.- Eso sería decir mucho.

Ethan se encogió de hombros. De todas formas no era asunto suyo.

-¿Qué opina usted de las ciudades, señor Crowley? ¿Piensa que son los burdeles de sodomía que cree mi madre o las encuentra agradables?

El hombre desvió la mirada unos minutos, dejándose llevar por el momento y la oscuridad reinante de la casa -. Las ciudades son distintas a los pueblos. Son grandes hervideros de bullicio y estrés, y eso hace que todos los males se propaguen a mayor velocidad. Es como un hormiguero lleno de insectos insignificantes que hacen que todo vaya bien. Pero son unos bichos asustados. El tipo que camina con traje caro y maletín con aire de tener un buen trabajo tiene prisa y está asustado de que cualquier yonki lo mate al intentar robarle para el próximo viaje; el yonki de la esquina está asustado y tiene prisa porque el mono se lo come por dentro y la puta adicta de su mujer embarazada necesita dinero para más drogas y dar a luz; y los polis que posiblemente lleguen tarde a la escena del crimen también tiene prisa y están asustados, lo cual los cabrea y hace que le peguen la paliza de su vida al primer desgraciado sospechoso con el que se crucen. Pero la gente vive segura en la ciudad porque son millones. Los males están menos enraizados porque no tienen tiempo para ello. Al mal le cuesta concentrarse allí, como un tiburón con un banco de peces demasiado grande. Hay días en los que vuelve a casa hambriento.

La mujer lo miró con una disimulada sonrisa de desprecio-. Ah, así que comparte la opinión de mi madre sobre las ciudades. Quién me lo iba a decir…

El hombre la interrumpió-. Yo no he dicho eso señorita Derleth. Los pueblos son… en algunos aspectos peores. El mal tiene mucho tiempo con el que proliferar, puede elegir que pez quiere llevarse a la boca. Todos los males de la ciudad están más enraizados en los pueblos. La gente teme al cambio y prefiere lo malo conocido a pensar en cómo podrían mejorar las cosas. Hay… demasiados prejuicios y la gente se conforma con lo que sea. Es como si el aislamiento y la intimidad favoreciera todo eso. En la ciudad el mal es una gripe invernal que afecta intermitentemente a muchas personas, pero en los pueblos es un cáncer enconado y terminal del que no se puede escapar. 

La mujer enmudeció unos minutos, asimilando lo que acababa de oír. Finalmente suspiró-. ¿Y que se supone nos deja eso a las personas…?

El hombre la miró con una sonrisa deslizándose por el rostro como por una superficie recién pulida-. El alcohol, señorita Derleth… el alcohol…

La chica no puedo reprimir la sonrisa-. Muy cierto. Sabe, me gusta, es interesante y con sentido del humor. Dos cosas que encuentro atractivas en un hombre. Ya que lo ha mencionado, ¿me deja invitarle a una copa en la sala de estar? Creo que ambos nos lo merecemos, y no creo que al fantasma de mi padre le importe lo más mínimo.

-Siempre que pueda fumar un cigarrillo –Respondió a los coqueteos de la mujer.

-Por supuesto, el tío Robert es muy aficionado a los puros –Katherine se volvió y comenzó a caminar por el pasillo en dirección a la sala de estar de la planta baja. Si Ethan hubiese podido ver su rostro, sin duda, la expresión de la mujer le habría dado escalofríos.



III

-Y el pobre bastardo salió de la casa aún con la cara de su novia resbalándole por la boca. Tenía los ojos desencajados e hinchados como pelotas de tenis. No le había dado tiempo siquiera a ponerse los pantalones y la polla le colgaba entre las piernas de un lado para otro. No sé que se habría metido ese pobre hijoputa, pero había perdido completamente la cabeza. Pero eso no fue lo peor, ni siquiera cuando los polis le pegaron como diez disparos para detenerlo. Lo peor de todo, sin duda, era que el cabrón seguía empalmado incluso cuando se lo cargaron- Ethan terminó su historia y dio un largo trago al brandy de la reserva privada de los Derleth. 

Se encontraba sentado en un caro sillón de ante cerca de la chimenea, con la mujer en paralelo a él, quién parecía más interesada en el morbo de la historia que en fingir el debido asco por la misma.

La sala era enorme y estaba decorada con el esmero que se esperaría del salón de un rey. Sobre la enorme chimenea de mármol negro descansaba un retrato panorámico de toda la familia al completo. Podía observarse a cada uno de sus miembros fingiendo ante el artista, pero incluso en la misma se podían destacar las rivalidades y rencores entre ellos. El resto de la habitación era espaciosa, con viejos sables de la caballería británica y rifles de caza acosados por el tiempo, registros de una gloria que había acabado incluso antes de que el difunto señor Derleth hubiese nacido. 

El rubor de las brasas de la chimenea resultaba agradable y servía para combatir el sepulcral frío que se apoderaba del resto de la casa. Los nudillos de Crowley habían dejado de dolerle en cuanto el calor del alcohol, del tabaco, de la chimenea y de la mujer que tenía a su lado se fue apoderando de él. 

-¿Así que su padre era aficionado a viajar por el mundo? –Comentó sin darle mucha importancia-. He visto los cuadros.

-¿Esos retratos antiguos? Si, al viejo le gustaba montar un viajecito de vez en cuando, una “expedición” como a él le gustaba llamarlas. Supongo que no lo culpo por querer salir de este nido de locos –Explicó la mujer mientras se llevaba el licor a la boca y lo esparcía con la lengua sobre sus rojos labios.

-¿Alguna vez contó algo sobre sus viajes? Alguna anécdota o algo parecido.

-Mmm… no que yo recuerde. Mi padre no hablaba mucho con la familia sobre ese tipo de cosas. Solía presumir delante de sus colegas del viejo club de decrépitos “caballeros” que había en la ciudad. Pero creo que todos están muertos. El viejo se quejaba de eso a menudo –Katherine hablaba desapasionadamente mientras daba vueltas al vaso y a su preciado contenido. Parecía hipnotizada por el fluido. 

-¿Pero algo debió traer de sus expediciones, algún recuerdo u objeto, no? –El hombre intentaba profundizar con cuidado para no perder la atención de la mujer. Aburrir a una mujer era el primer paso para que te mandase a la mierda.

-Si queda algo debe estar en el desván. Supongo que mi madre le habrá dicho que el viejo en sus últimos días se encerró casi por completo ahí arriba. Al principio dejaba entrar al servicio para que lo aseara y lo alimentara, pero conforme la paranoia empezó a cebarse con él, ni siquiera eso permitió. Cuando lo encontraron, el ático apestaba tanto a mierda y a sudor humano como el viejo. Un final muy glorioso para alguien como él –La mujer dejó dibujarse una pequeña sonrisa en su rostro.

-¿Así que no sentía nada por el viejo? –Ethan usó un tono tranquilo y neutral, no estaba juzgando a la mujer, pero le sorprendía cada vez más la apatía y el rencor que esta rezumaba. Él entendía lo que era eso mejor que nadie, pero aún así no se resistió a preguntar.

-Bueno…-la mujer suspiró quedamente-. El señor Arthur Derleth era caballero antes que marido y que padre. Realmente nunca tuve demasiado trato con él. Pasó casi toda mi juventud viajando por el mundo para presumir junto a un atajo de neandertales retrógrados que no eran conscientes siquiera de su propia extinción. ¿Sabe lo que es criarse sin padre señor Crowley, y que luego en cada reunión social todo el mundo te felicite por ser hija de quién eres? –la mujer negó con rabia para sí misma-. Mi padre no sabía nada de responsabilidad. Para él solo éramos un medio de trasmitir su sangre y dejar un legado, nada más.

-Lo entiendo, créame. El problema de los padres es que son personas, y la mayoría son personas antes que padres, con sus defectos, sus vicios y sus errores. A menudo olvidan lo que es importante si es que alguna vez lo han sabido –el hombre había conocido a muchas personas en sus viajes. Gente que se esforzaba por hacer las cosas bien, una minoría. También había conocido gente a la que toda responsabilidad le importaba una puta mierda. Y luego estaban aquellos que devoraban a su propia descendencia. De todos ellos esos eran los peores.

La mujer se mantuvo en silencio unos minutos, como si las palabras del hombre la hubiesen incomodado. Fue en ese instante cuando se quitó las gafas y Ethan pudo ver sus enrojecidos ojos y las ojeras que los recorrían. Sin siquiera quererlo sintió como una pequeña punzada de compasión le recorrió el cuerpo, desde la entrepierna hasta la cabeza, pasando por el corazón. 

Si la mujer se dio cuenta, hizo cuanto pudo por ignorarlo. Al poco rato, volvió a hablar, con un tono mucho más tembloroso, casi con un aire de fragilidad.

-Dígame una cosa… ¿de dónde es señor Crowley?

El hombre se tomó su momento-. De todos sitios… y de ninguno.

Esta vez no era una respuesta ingeniosa, era la pura verdad. Había vivido casi toda su vida recorriendo América y algunos años fuera de ella, pero no podía considerar que perteneciese a ningún sitio en particular. Nunca se había asentado demasiado tiempo en un mismo lugar por una buena razón o quizás a falta de ella.

-Le envidio, ¿sabe? Ojalá yo pudiera dejar este sitio y empezar de nuevo en otro lugar –por un momento Ethan sintió el desesperado anhelo de la mujer, y eso lo estremeció como los calambres de una mala resaca. La chica parecía una fría estatua de cristal, esperando para romperse con el roce de una pluma-. Oh, Dios, ojalá pudiera…

Un pellizco en su pecho trataba de crearle remordimientos de consciencia, pero el hombre luchó por ahogarlos en la autocomplacencia. ¿Al fin y al cabo que podía hacer él? Ni siquiera sabía una mierda sobre esa mujer que estaba a punto de derrumbarse ante él.

-Supongo que puedes intentarlo…-respondió incómodo-. Los límites lo ponemos nosotros. Ninguna cadena real o imaginaria puede retenernos eternamente.

La mujer parecía a punto de estallar en llanto, pero sin llegar explotar, como una tormenta amenazadora en el horizonte. 

-Yo… no puedo. La sangre me ata a esta familia con más fuerza que el hierro… ojalá pudiese romperla pero… no creo que pueda…

La mujer lo miró esperando cualquier respuesta, cualquier palabra que desmintiese lo que, en el fondo, ella ya sabía. Pero solo encontró a un hombre confuso que no sabía o no quería decir nada. Podía ver el muro que ese hombre había construido a su alrededor, un muro que lo aislaba de todo lo que había fuera. Esa era su defensa, pero a su vez lo alejaba de las personas a las que pretendía ayudar. Era como un médico al que no le importan una mierda sus pacientes, solo acabar con la enfermedad. Esa era su tragedia, al igual que ella tenía la suya propia.

Cuando el ambiente estaba cargado de sentimientos enfrentados y gritos ahogados aparecieron dos nuevos visitantes inoportunos, como sombras contra el fuego.

-Katherine, querida, veo que lo que dicen de los viejos hábitos es cierto- comentó una voz masculina y grave, perteneciente a un hombre ya entrado en edad-. Sigues entregándote por completo a la bebida y a la concupiscencia.

Dos hombres se colaron en la sala con paso firme y autoritario. Uno joven y de mirada enfermiza, el otro maduro y de gesto frío. Vestidos de forma elegante a la par que arcaica, parecían sacados de cualquier obra de época salvo por la maligna astucia que brillaba en sus ojos, tan contemporánea. 

La expresión de la mujer mudó por completo. Volvió a colocarse las gafas, y solo las memorias de Crowley podrían convencerle de lo contrario. Donde antes había una figura delicada y frágil ahora se alzaba un muro de roca tan antiguo como aquella misma casa. Volvía a ser la mujer dura y apática que había conocido en los pasillos del ala derecha, tan familiar y conocida.

Se levantó con rapidez, recolocándose el abrigo y se marchó del calor de la habitación con pasos serpenteantes y el vaso a medio terminar aún en la mano.

-Parece que mi sobrina no desborda educación, señor Crowley- explicó el mayor de los dos con una sonrisa escalofriante brotando tras su espesa barba. El tipo le recordaba a Abraham Limcoln con un mal día. En cambio el joven parecía ser el hijo incestuoso que hubiese tenido con su hermana. Piel pálida, ojos febriles y algo que no podía definir pero que no le gustaba lo más mínimo.

-Es un bien caro, según me han dicho- comentó Ethan.

-Siempre lo ha sido, desde luego, pero parece que hemos desperdiciado el dinero con la muchacha. ¿No le parece?-preguntó.

Crowley se encogió de hombros, como gustaba hacer ante ese tipo de cuestiones fuera de su ámbito de trabajo-. Usted debe ser Robert. La señora Derleth me ha especificado que recurriese a usted sobre la cronología de la casa, la genealogía y los planos de la misma. Si gusta…

-Así que la anciana me ha cargado a mí con todo el trabajo- dijo sin esconder su desagrado-. Debería saber que todo esto es culpa del idiota de mi hermano. Él no tenía bastante con el legado de la familia, tenía que salir en busca de fama y reconocimiento. Si hay alguna maldición aquejando a esta familia sin duda es su incompetencia. Debería empezar por ahí señor Crowley.

La escena cada vez estaba mejorando, había empezado con un poco de La Familia Adams y ahora estaba derivando poco a poco a Los Borgia. Esperaba que no acabase todo en La Matanza de Texas o algo igual de desagradable.

El chico se acercó. Temblaba mientras caminaba y el brillo de sus enrojecidos ojos no hacía más que acentuarse. Era como unas de esas hienas del National Geografic, solo que posiblemente el doble de cabrón.

-Así que usted es el tipo que ha venido desde cualquier alcantarilla para meter la nariz en la mierda de la familia y darse un festín. Pues aquí no hay mierda que llevarse a la boca- el chico lo miraba como si lo hubiese odiado durante toda su corta y seguramente trastornada vida.

Ethan no se paró demasiado en mirarlo, se dirigió a Robert y aún con el cigarro humeante en la boca señaló con la cabeza al chico rubio que tenía enfrente-. Y este debe ser el perro de la casa. Creo que debería invertir un poco de dinero en su educación, he oído que ahora hay unos adiestradores magníficos. Hasta enseñan a dar la pata…

Los ojos del chico se dilataron de pronto como si estuviera drogado y se tornaron más rojizos si cabe. Estaba dispuesto a lanzarse sobre Crowley en cualquier momento, pero su tío lo detuvo.

-Tranquilo Patrick, el señor Crowley no pretendía ofenderte...- sentenció con divertida tranquilidad. Parecía disfrutar con la humillación del muchacho y no hacía demasiado por esconderlo-. ¿Verdad?

-Ni remotamente...- sonrió el hombre.

El chico lo miró con rabia contenida, sin duda imaginando mil maneras de hacer pagar al extraño aquella situación. “Esto no va acabar así, hijo de puta. Te vas a arrepentir de haber nacido.”- decían sus ojos.
Ethan no pudo más que saborear satisfecho la situación. No había nada que aquel crío desquiciado pudiera hacer para asustarlo. Los temores del hombre eran más profundos de lo que cualquiera podía imaginar. Maldijo para sí por permitir que lo invadieran esos pensamientos. Con un ejercicio mental los desterró y centró su atención en el trabajo que tenía delante.

-Con su permiso, Señor Derleth me gustaría echar un vistazo a los cadáveres- comentó con renovada tranquilidad.

El barbudo lo miró durante unos segundos antes de responder. Ethan se preguntó si lo estaba evaluando. Robert parecía el más interesado en que su hermano desapareciese y eso lo hacía un sospechoso jodidamente bueno-. Si así lo desea...-respondió con desgana, como alguien que no quiere saber mucho del tema. No estaba nervioso en lo absoluto y estaba dispuesto a colaborar entre que no se le manchasen los zapatos de mierda fresca.- El cadáver de mi hermano se encuentra en la morgue del pueblo. El marido de Katherine fue devuelto a su familia como esta pidió detalladamente. Respecto a la niña, tendrá un problema, pues ya ha sido enterrada en la cripta familiar. Así que a menos que sea usted un asqueroso profanador de tumbas, será mejor que vaya olvidándose del tema...- terminó con una divertida mueca reptándole por la cara. 

El hombre se despidió con fingida cortesía y volvió con parsimonia hacia sus aposentos. Ethan era peor que eso, mucho peor que eso. Y lo sabía.



IV

La noche fue fría y la tormenta no dejó de sobrevolar el lugar con alas negras y graznidos relampagueantes ni un momento. Por algún extraño motivo le costó horrores conciliar el sueño en aquella habitación tan barroca, y cuando por fin lo logró, tuvo terribles pesadillas sobre un hombre de rostro cadavérico y cabellos blancos que conocía demasiado bien. Apenas luchaba por hallar un resquicio de comodidad entre aquellas gruesas sábanas apolilladas cuando se encontró caminando por una tierra lejana y perdida, muy lejos del condado de Essex donde dormitaba unos segundos antes. 

Ante él se abría el sendero de una escalera de gris pizarra, que permanecía inmóvil y serpenteaba retorcida sobre un abismo sin inicio ni final. El hombre había visto muchas cosas, pero aquella estructura era demasiado extraña, demasiado alienígena para reportarle un ápice de comodidad. Parecía algo abandonado, dejado a medias e incompleto; un borrador de lo que podía haber sido pero ya nunca sería. O quizás era algo distinto, el negativo de lo que podía ser. Aquellos pensamientos tan ajenos lo asustaron, pues sentía que no eran propios de él; como si algo o alguien los estuviese colando por la rendija de la puerta de su mente.

Instintivamente se lanzó escaleras arriba, en busca de una salida que no estaba seguro de encontrar. Subió y subió, giró y giró en la interminable espina de escalones sin siquiera avanzar. En aquella oscuridad innatural, que lo ocultaba todo excepto al hombre y la escalera era imposible averiguar si subía o bajaba. La ansiedad se iba apoderando poco a poco de él y a punto estuvo de caer al vacío cuando tropezó en el borde de un tramo derrumbado. No había camino de retorno, no podía subir más. Esa parte de la arcaica escalera monolítica se había venido abajo por el tiempo y la erosión, impidiendo cualquier intento de ascender y salir de aquella oscuridad.

Su pecho desbocado se detuvo, con la cruel aceptación de su inevitable destino. No había escapatoria. Solo podía bajar y afrontar lo que sea que la escalera de pizarra le tuviese preparado. Quizás era así como funcionaba la vida. Tarde o temprano derrumbamos todos los puentes por los que pasamos y no nos queda otro camino que enfrentarnos a lo que hay más adelante.

Colocó el primer pie en la escalera, vacilante, acompañándolo lentamente con el segundo. El tercero y cuarto escalón fueron más sencillos de bajar, como si descendiera por una cuesta empinada y poco a poco el peso de la gravedad se fuese apoderando de él. La escalera se curvó sobre si misma como una serpiente enroscada descendiendo cada vez más, hasta el punto que ya no recordaba cuanto tiempo llevaba bajando. Podían ser horas, incluso días, o quizás solo unos minutos. Su concepción del tiempo estaba tan distorsionada que solo era medida por el cansancio de su fatigado cuerpo.

Bajó durante una eternidad, sin cambios en el paisaje ni luces que le indicasen el día o la noche, hasta que al final llegó a una puerta. Casi sin previo aviso la escalera se combó hacia una oscura pared de basalto, oscura y brillante como el ónice. En la pared, había una sencilla puerta de madera, sucia y carcomida, con repugnantes manchas de orina en la parte inferior. Ethan conocía muy bien esa puerta. Era la de su apartamento.

Con pasos temblorosos se acercó y extendió la mano sobre ella. Fue algo instintivo, no premeditado. Acarició la madera desvaída de la misma, pues necesitaba sentir su tacto y rugosidad. Necesitaba algo que le ayudara a anclarse a la realidad frente a toda aquella locura. Estaba perdido en ello cuando una voz familiar y escalofriante lo sacó de su aturdimiento.

-Por fin has llegado -dijo, y Ethan supo de quién se trataba sin necesidad de darse la vuelta. Un escalofrío le recorrió-. Te estaba esperando.

-¿Qué coño es esto? -se dijo a sí mismo, que se observaba desde el otro lado de la superficie-.¿Y quién cojones eres tu?

El doble de Ethan se sonrió con naturalidad, como si él mismo se estuviese mirando a un espejo. Era idéntico en todos los sentidos. Incluso sus gestos y manías coincidían a la perfección. Vestía justo igual, una camisa blanca barata con una corbata horrible y un largo abrigo oscuro. Lo miraba con insana familiaridad. Solo con eso ya le ponía la carne de gallina.

-¿De verdad tienes que preguntarlo? -respondió con tranquilidad-. Soy tu.

-Venga, no me jodas -comentó con enfado el original-. ¿Y qué coño se supone que es esto, una de esas experiencias zen de conocerse a sí mismo?

El doppelganger no puedo evitar una sonrisa-. Si, se podría decir que si. Sabes perfectamente lo que es esto. Llevas buscándolo mucho tiempo.

-Mira, puedes meterte tu mierda críptica de oráculo por el culo y disfrutar el momento. Por lo que a mi respecta, solo estoy buscando una manera de salir de aquí -cortó por lo sano. Estaba demasiado confuso e intranquilo como para seguirle el rollo a lo que sea que fuese esa cosa.

El extraño sonrió de nuevo. Cada una de sus muecas le daba escalofríos-. Puedes intentar huir como haces siempre, pero sabes tan bien como yo que es inútil. Aquí solo estamos nosotros.

Ethan lo miró con suspicacia. Empezaba a entender por qué la gente solía decir que era un capullo.- ¿Y esa puerta?

-Esta puerta -presentó extendiendo solemnemente la mano- es lo que hay. Eres tu ahora mismo y lo que se aproxima. Es una puerta a un mundo de posibilidades, distinta a lo que fue y a lo que puede ser. Porque en el umbral de esa puerta es donde puedes hacer los cambios, pero ambos sabemos que no los harás. Porque eres un cobarde.

Ethan descubrió que las palabras de su otro yo lo hirieron más de lo que le gustaría admitir. Se sentía inseguro frente a aquella copia tan tranquila y natural en ese lugar extraño.- ¿Qué coño sabes tu de mi para hablarme de esa manera? Menudo gilipollas.

El otro Ethan lo miró directamente a los ojos con genuina compasión y volvió a sonreír por tercera vez.- Yo soy tu, Ethan. Sé lo que eres, lo que temes más que a la misma muerte y lo que anhelas por encima de cualquier otra cosa. Sé lo que te hace tiritar por la noche y encogerte de placer. No tienes secretos para mi.

El hombre se sintió derrotado, desnudo, violado frente a su némesis en aquel rincón oscuro de la escalera de pizarra. Se sentía viviseccionado por aquellos ojos que lo abarcaban todo. Sus propios ojos.

-¿Qué pasa si cruzo la puerta?-preguntó sin fuerzas.

-Encontrarás aquello que es, pero aún se puede cambiar. Te encontrarás a ti mismo- respondió el otro.

Ethan sintió su consciencia crepitar, ondular y tambalearse, y una pequeña idea reptó por su mente.- ¿Esto es un sueño, verdad?

-¿Y qué son los sueños, Ethan, sino la puerta que conecta nuestro mundo con el pasado, el presente y el futuro? Cuando soñamos dormidos, nuestros recuerdos nos envían al pasado y cuando lo hacemos despiertos nos catapultan al futuro. Y al despertar, el despertar nos devuelve inevitablemente a nuestro presente- explicó como si llevara haciéndolo toda la vida. 

-¿Tengo que cruzarla?-dijo con un matiz de miedo en la voz-. Dime que lugar es este, por favor.

-Tienes. No puedes huir eternamente. Un día te alcanzarás a ti mismo y no podrás correr más -su voz resonaba por el vacío de aquel abismo-. En este reino hay tres puertas esperando. Cada una tiene algo para ti, pero la última es la que más temes. En la primera encontrarás aquello que has decidido pero no quieres. En la segunda te esperan todos los pecados que has dejado atrás. Y finalmente, en la última te espera aquello por lo que has pagado, tu premio. Pero hoy solo puedes cruzar esta. No temas, pues aún te queda tiempo antes de que esas puertas vayan hacia ti. Cruza la primera Ethan, no te quedes en el umbral y sobre todo, nunca mires atrás.

El hombre lo observó largo rato asimilando todo lo que el fantasma había dicho. Le asustaba aquello que le esperaba al otro lado de la sucia puerta de su apartamento, pero más le aterrorizaban las otras dos que el extraño había mencionado. Al menos sé lo que soy, se dijo a si mismo. Y con paso vacilante se acercó al primer umbral.

-¿Nos volveremos a ver?-preguntó.

-No -respondió su doble-. Tu solo puedes guiarte en el presente, pues no tienes a nadie más. Habrá otros esperando en las otras puertas.

-Bien. Adiós, espíritu, o lo que seas. No te debo agradecimiento alguno, así que vete a tomar por culo -dijo y sin pensarlo más abrió la puerta y atravesó el umbral.

Cruzar la puerta fue como nacer de nuevo. Una sucesión de imágenes sin sentido inundaron su mente, serpenteando entre la linea que separaba lo consciente y lo inconsciente. Su rostro demacrado y hundido en el espejo de un sucio baño oscuro. La danza del fuego devorando la mansión Derleth. La cripta adornada por los pequeños esqueletos de docenas de niños no-natos. Los carnosos labios de una mujer rozando suavemente los suyos. El miedo, la oscuridad de Schwarzschild y el hombre de cabellos canos. El Gusano Vencedor. Descubrimiento y rechazo. Los que esperan tras la grieta.

Ethan despertó sobresaltado bañado completamente en sudor y con el corazón en un puño. Poco a poco fue calmándose mirando las humedades del techo de la barroca habitación. La lluvia era densa en las ventanas, pero por la poca claridad, podía entrever que ya había amanecido. Se levantó y se sentó en la cama mientras recuperaba la tranquilidad. No recordaba bien lo que había soñado, pero fuese lo que fuese tenía la sensación de que había sido terrible. Comenzó a vestirse poco a poco mientras intentaba en vano recordar. Decidió que si no podía hacerlo, lo olvidaría todo, relegándolo al fondo de su memoria, al lugar donde tiraba todo aquello que era mejor que desapareciese para siempre. Se colocó la camisa, los zapatos y el abrigo y salió por la puerta de madera blanca, con el marco de filigranas, y por un momento tuvo la extraña sensación de que no era la única puerta que había cruzado esa misma noche.


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