Capítulo
2: Esqueletos en el Armario
>> Dicen que la
sangre ata. Que nos encadena con correas invisibles y nos recuerda de
dónde venimos y qué somos. No es algo de lo que sorprenderse, pues
los eruditos siempre han reconocido el poder intrínseco y visceral
que esta alberga. Llegamos a este mundo envueltos en ella, como una
macabra mortaja caliente y lo abandonamos de la misma forma. Es el
Alfa y el Omega de nuestra existencia, nuestro principio y nuestro
fin. Nos conecta por lazos inviolables entre nosotros y a aquellos de
los provenimos, lazos de vísceras, carne y hueso. Lazos que
traspasan el lugar, el tiempo y el espíritu. Y de la misma manera
nos trasmite nuestra herencia.
Dicen que la astilla está
formada del mismo material que el palo del que salió y que la
manzana nunca cae muy lejos de su propio árbol. Podemos correr,
alejarnos y mentirnos a nosotros mismos, pero nunca podemos olvidar
aquello que somos. Eso me recuerda a una fábula que oí una vez:
Había una vez una
rana sentada en la orilla de un río, cuando se le acercó un
escorpión y le dijo: -Amiga rana, ¿puedes ayudarme a cruzar el río?
¿Puedes llevarme en tu espalda hasta el otro lado? -¿Que te lleve
en mi espalda? -Contestó la rana-. ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco! Si
te llevo en mi espalda, sacarás tu aguijón, me picarás y me
matarás. Lo siento, pero no puede ser. –No seas tonta –le
respondió entonces el escorpión-. ¿No ves que si te pincho con mi
aguijón, te hundirás en el agua y que yo, que no sé nadar, también
me ahogaré?
Y la rana, después de
mucho pensarlo, se dijo a sí misma: -Si este escorpión me picase a
mitad del río, nos ahogaríamos los dos. No creo que sea tan tonto
como para hacerlo. –Y entonces, la rana se dirigió al escorpión y
le dijo: -Mira, escorpión, lo he estado pensando y te voy a ayudar a
cruzar el río.- El escorpión se colocó sobre la resbaladiza
espalda de la rana y empezaron a cruzar el río juntos.
Cuando habían
llegado a mitad del trayecto, en una zona del río donde había
remolinos, el escorpión picó con su aguijón a la rana. De repente
la rana sintió un fuerte picotazo y cómo el veneno mortal se
extendía por su cuerpo. Y mientras se ahogaba, y veía cómo también
con ella se ahogaba el escorpión, pudo sacar las últimas fuerzas
que le quedaban para preguntarle incrédula: -No entiendo nada…
¿cómo has podido hacer algo así? Ahora moriremos los dos…- Y
entonces el escorpión la miró y le respondió: -Lo siento rana. Es
mi naturaleza, es mi esencia, no puedo evitarlo, no puedo dejar de
ser lo que soy, ni actuar en contra de mi naturaleza, ni de mi
costumbre, ni de otra forma distinta a como he aprendido a
comportarme.
Y después de decir
esto, desaparecieron los dos, el escorpión y la rana, debajo de las
aguas del río.
Es una bonita historia,
con moraleja y un final feliz, como a mí me gustan.
¿Pueden los hijos
renunciar a los pecados de los padres o estamos atados por la sangre
y obligados a cargar con su herencia maldita?
I
La tormenta recibió al
hombre de la gabardina con un tapiz de cielos negros y truenos
lejanos. El aire de Nueva Inglaterra era húmedo y ventoso, y a pesar
de estar a principios del verano daba la sensación de encontrarse en
lo profundo del otoño. El tintineo de las gotas sobre la luna
oscurecía la ya nublada vista mientras el vehículo dejaba atrás
los bosquecillos templados para ascender por el oscuro y sinuoso
camino hacia la colina. Los arbolillos se mostraban retorcidos y
moribundos, como si nada sano y brillante creciese en aquella tierra
maldita. El hombre había dejado la ciudad varias millas atrás,
dirigiéndose a la antigua y olvidada propiedad. La gente le había
parecido esquiva e inquieta al hablar sobre la mansión, como si
apenas recordasen algún antiguo tabú del que no había que hablar.
No lo comprendió hasta divisar la magnífica estructura. En una
vetusta llanura rodeada de vegetación salvaje se alzaba la vieja
mansión Derleth, como un siniestro monumento a un pasado olvidado.
De estilo gótico, maltratada por el tiempo y el clima del lugar,
pero aún así imponente.
Las gárgolas de la
puerta principal, dos bestiales grifos erosionados, lo observaban
desde las alturas con impávida voracidad. El hombre tuvo que apearse
para abrir él mismo el enrejado y el vuelo de los cuervos le
advirtió de que su presencia allí no era bienvenida. Se encontraba
lejos de su hogar, en una tierra extraña donde no era más que un
intruso, y esta se aseguraba de que fuese consciente de ello.
Las negras nubes hacían
difícil adivinar la hora del día, pues siempre parecía a punto de
anochecer y la llovizna resbalaba por la larga gabardina mientras el
extraño volvía hasta el vehículo. Si el enrejado ya resultaba
siniestro por sus filos y aristas, sus gárgolas de macabras
expresiones y las hiedras y espinos que lo poblaban, la estructura
principal no dejaba indiferente. Era un monstruo de tiempos remotos,
coronado de bestias de piedra, retorcidos enrejados y crueles
para-rayos. Con columnas de estilo clásico y acabados de mármol y
madera, la mansión hacía viajar siglos en el tiempo a aquel que la
observaba, a un tiempo donde la noche era más oscura y las llamas de
las velas más gruesas.
El látigo de la tormenta
le azotaba el cabello mientras ascendía por los gastados y
resbaladizos escalones hacia la monumental puerta principal. Una
estructura de madera con acabados de hierro negro y un llamador
sacado de cualquier relato de Poe; casi como el resto de la casa.
Tres veces sonó el metal contra el metal antes de que, con un
chirrido lóbrego, la puerta se abriera vomitando a un escuálido
hombrecillo de mirada severa. El hombre, de velluda nariz y blancos
cabellos parecía casi tan viejo como la casa y el negro era su color
predominante. Con un ademán lo recibió, formal pero sin demasiada
cordialidad.
-Bienvenido sea caballero
a la casa Derleth. Pase sin demora, pues la lluvia no arrecia y
peligra su salud.- el tono quejumbroso y ronco del anciano mayordomo
resultaba desagradable a pesar de sus preocupadas palabras y el
arcaico vocabulario se antojaba drásticamente inquietante.
Casi arrebatándole el
abrigo, lo guió hasta una habitación espaciosa y tranquila,
ricamente decorada hasta el punto que resultaba barroca. Los retratos
nobiliarios y las lámparas de araña eran un recurso habitual en
aquella morada y los trofeos de caza y animales disecados añadían
una nueva dimensión a lo siniestro del lugar. El polvo crecía a su
alrededor como la mala hierba y evocaba una sensación de tremenda
antigüedad pese a los cuidados de los sirvientes. Ya empezaba a
impacientarse cuando el adusto mayordomo se presentó de nuevo. Sin
entablar conversación más de lo necesario lo llevó por amplias
salas y largos comedores hasta una estancia ubicada al norte de la
casa, una pequeña sala de estar con una gran cristalera cubierta de
hiedra que daba vistas al descuidado jardín. Este era la pesadilla
de cualquier jardinero; años de abandono habían visto crecer una
selva de espinos, yedra y maleza salvaje que invadía sin clemencia
las estructuras, las fuentes y el enorme estanque.
En la pequeña habitación
descansaba una anciana. De gesto autoritario y facciones duras, la
mujer llevaba un elaborado pero práctico vestido negro de época que
inevitablemente invocaba la imagen de una viuda plañidera. Su
cabello, gris y recogido realzaba la sobriedad de su aspecto;
mientras que sus ojos, oscuros y profundos lo observaban todo,
juzgando cada detalle con ojo crítico. Recordaba a un ávido cuervo
pendiente de un festín.
-Supongo que usted será
el caballero que mandó llamar mi cuñado, Robert – comentó con la
misma emoción con la que un forense hurga en las tripas de un
cadáver-. Mi nombre es Victoria Derleth, y tras el fallecimiento de
mi esposo, hago las veces de cabeza de familia; aunque Robert suele
encargarse de los asuntos económicos y de mal gusto.
El hombre asintió
distraídamente dejando volar la mirada por la sala escasamente
iluminada pero la anciana la captó de nuevo con sus palabras.
-Comprenderá que aquello
de lo que aquí se hable debe quedar bajo la más estricta
confidencialidad, pues no deseo que se manche el buen nombre de mi
marido ni de la familia Derleth. Comprende mis términos y
condiciones, señor… -la mujer esperó con impaciencia.
- Crowley. Por supuesto
señora Derleth –Completó el hombre.
-Señor Crowley- asintió
para sí como juzgando si aquel nombre era adecuado para el trabajo.
-Pero, con todos mis
respetos, aún no me ha explicado para qué me mandó llamar- el
secretismo y paranoia de la anciana podía ser un rasgo definitoria
de su anticuada mentalidad y clase social, pero aún así la sierpe
de la curiosidad se estaba enroscando alrededor del cuello de su
camisa.
-Todo a su debido tiempo,
señor Crowley. Antes de todo, debo saber si está conforme, si puede
solucionar el trabajo y si será discreto.-Expuso la mujer con un
deje de tensión. Parecía que la anciana fuese a compartir la
historia más humillante que poseía, y quizás no anduviese
demasiado alejado de la verdad.
El tipo se encogió de
hombros-. Para eso me paga.
La mujer sonrió por
primera vez en la conversación, mostrando sus dientes tersos y
envejecidos, un poco torcidos, en una siniestra sonrisa de tiburón-.
Por supuesto, para eso le pago –comentó para sí satisfecha.
Durante unos segundo el
rostro de la mujer palideció, sus ojos adquirieron un matiz
blanquecino y quedó petrificada, casi sin moverse, casi sin
respirar. Cuando volvió en sí, parecía sorprenderse de encontrar
frente así al oscuro caballero.
-Verá señor Crowley, la
tragedia ha golpeado a la familia Derleth con toda su innatural
furia. Un terrible mal de origen desconocido se ha cebado con nuestra
sangre por motivos que me son del todo ajenos –narraba los hechos
con un deje de congoja pero con la cabeza alta y gesto orgulloso,
como correspondía a su posición social-. Hay quién dice que mi
familia se encuentra aquejada de una horrible maldición, una que sin
duda no merece. Otros, más osados aún, cuentan que el espectro de
la muerte camina por los pasillos y corredores de esta casa.
La mujer tomó un segundo
para suspirar.
-Sea como fuere, es
innegable que alguna clase de retorcido mal amenaza a mi familia. Ya
ha habido tres muertos y poco a poco la sangre de los Derleth está
desapareciendo –explicó la anciana.
-¿Y como sabe que es una
maldición lo que ha provocado esas muertes, y no causas accidentales
o naturales? -preguntó el hombre con escepticismo.
La mujer lo miró y
entrecerró sus ojos con enojo. El caballero no sabía si lo que
había provocado esa reacción era la pregunta o la interrupción–.
Todas las muertes fueron desgracias infortunadas, pero sucedieron en
extrañas circunstancias. Y todas acontecieron en el interior de la
mansión.
Crowley la miró con
suspicacia contenida. Para un experto ocultista como él había mil
explicaciones posibles, descartando, por supuesto, las naturales-.
Necesitaré detalles señora Derleth. Nombres, lugares, acceso a la
casa veinticuatro horas, así como a las posesiones de los difuntos y
la historia familiar.
La mujer lo miró
desafiándolo, como si las exigencias de aquel apagado hombre fueran
inadmisibles; pero al final agachó la cabeza y asintió, derrotada
por la pena-.Está bien-Concedió.
La lluvia golpeaba la
empañada cristalera a espaldas de la anciana, marcando el compás
del tiempo que ambos estuvieron allí. La mujer habló largo y
tendido, y respondió, en su justa medida, a las preguntas del
hombre.
La primera víctima había
sido su hija menor, Mariel, de no más de 20 años de edad.
Encontraron el cuerpo sin vida de la joven una mañana al alba
flotando en el estanque. Nadie sabe cómo consiguió salir de la
mansión, pues los sirvientes aseguran haber mantenido cerradas las
puertas y las llaves guardadas a buen recaudo. La segunda víctima
había sido el marido de su hija mayor Katherine, que falleció de
un ataque al corazón a sus treinta y ocho años de edad. La última
víctima fue el propio señor Arthur Derleth, el patriarca de la
familia y marido de Victoria. El anciano y malogrado señor Derleth
se suicidó presuntamente, arrojándose desde el desván, en donde,
según admitió su viuda tras varias evasivas, se había resguardado
en sus últimas semanas de vida.
A pesar de la teoría
aceptada del suicidio, la mujer reconoció que su marido llevaba
meses esquivo, críptico y hasta algo paranoico. Fue un pequeño
placer para el retorcido hombre el escuchar tales palabras salir de
los labios de la orgullosa anciana. No mencionó mucho más, salvo
algo sobre la semilla infértil de su hija. Según parecía la mujer
llevaba queriendo tener descendencia al menos 10 años sin resultado,
algo que también achacó a la supuesta maldición. La anciana estaba
convencida de que una fuerza ajena estaba conspirando para acabar con
su línea de sangre.
Al terminar, el señor
Crowley se despidió de la turbada mujer y salió hacia sus
aposentos, con la promesa de la guía del siniestro mayordomo y
extraños sucesos por descubrir.
II
Sin duda la casa era
antigua, eso lo comprobó tras perderse en un par de ocasiones por el
ala derecha de la misma. Sus aposentos se encontraban en el ala
derecha de la mansión, en el primer piso. Los aposentos de la
familia estaban separados de estos, quizás por mera distinción o
decoro. Esa ala era mucho más antigua que el resto, pero había
sufrido varias reestructuraciones al cabo de los años. El suelo de
madera, combado en algunos rincones, crujía bajo sus zapatos como el
chirrido de las ratas que seguro se apareaban entre las paredes y
bajo este. Las largas galerías estaban atestadas de ilustres e
infames antepasados, remontándose hasta la vieja patria. Había
bigotes sádicos, barbillas endogámicas y miradas perturbadas en
aquellos cuadros; un legado sin duda del glorioso pasado de la
familia Derleth.
La lluvia fuera no solo
no amainaba sino que rugía con innatural furia, cuyo torrente
serpentino impedía ver más allá de los jardines de la mansión;
como si no hubiera más mundo allá afuera que ese pobre refugio
plagado de fantasmas.
Estaba observando un fino
retrato del difunto Arthur Derleth cuando ocurrió. La imagen era
exquisita en el detalle, representaba al señor de la mansión tras
regresar de algunos de sus viajes a la cuenca del amazonas y tenía
todos y cada uno de los detalles: el arcaico traje de explorador, la
pose señorial, un sable y hasta varios porteadores nativos
contemplándolo con una mezcla a partes iguales de miedo y devoción
en sus horribles caras simiescas. Sin duda había sido un hombre de
mundo, como muchos de los diletantes que no sabían en lo que gastar
su dinero y acaban financiando tales expediciones. El señor Derleth
debía creerse alguna clase de Howard Carter de las junglas de
Sudamérica. En su mayoría era ridículo: la pose, la expresión de
suficiencia y hasta la esfera dorada que llevaba en una de sus manos.
Fue esa extraña esfera, no mayor que un coco, la que llamó la
atención de Crowley. Tenía finas inscripciones que apenas se podían
diferenciar, suponiendo que el artista las hubiese retratado
correctamente. Debía investigar más los “hallazgos
arqueológicos” del señor Derleth, pues era el mejor punto de
partida. Quizás si hubiese una maldición jodiendo el señorial culo
de la familia después de todo.
Estaba sumido en tales
pensamientos cuando la casa se estremeció de improviso, como
sacudida por un pequeño temblor desde sus cimientos. Crowley tuvo
que apoyarse en un busto poco definido para no perder el equilibrio.
El temblor vino acompañado por un sonido de crujidos y chirridos
sordos que se apoderó de los pasillos, como si aquella bestia
arcaica se revolviera en su letargo.
-¿Qué coño ha sido
eso?- se preguntó a sí mismo en la soledad del pasillo superior. No
esperaba que nadie respondiera a su pregunta, pero para su sorpresa,
no se encontraba solo en el lúgubre corredor.
-La casa es antigua- la
voz que lo hizo girarse de pronto pertenecía a una mujer, que lo
observaba sin disimulo desde una esquina. Le llamó la atención de
improvisto. Era alta y atractiva; no con el exotismo de las chicas de
la ciudad, que se esforzaban por destacar de cualquier forma, ya
fuese con un peinado atrevido, ropa más atrevida aún o dispuestas a
todo en la cama. Era diferente, sus labios resultaban carnosos, pero
sin ser antinaturales, su figura esbelta pero con curvas en los
lugares apropiados y su rostro denotaba algo mucho más interesante:
secretos, demasiados secretos. Vestía un largo abrigo gris e incluso
en la penumbra del interior de la mansión llevaba unas redondeadas
gafas de sol protegiendo sus ojos. Su cabello, castaño casi cobrizo,
caía hacia atrás en una larga melena. Por separado todos esos
ingredientes no decían nada, pero juntos daban una imagen que no
pasaba desapercibida. La chica tenía el aspecto de toda una mujer
fatal, una de esas películas en blanco y negro, de esas que tu madre
te decía que no traían nada bueno. Era terriblemente misteriosa y
eso le gustaba.
El hombre la miró
acercarse sin quitar ni un momento los ojos de encima. Parecía
dispuesto a grabar el vaivén de sus caderas en su memoria para
siempre. La mujer se dio cuenta, pues Crowley no se molestó siquiera
en ocultarlo.
-¿Siempre mira así a
todo el mundo?-preguntó la chica con un ligero ladeo de cabeza.
-Solo aquello que me
intriga –respondió él -. No esperaba encontrar a nadie a estas
horas de la noche. Espero no haberla despertado con mi curiosidad.
-Las horas significan
poco en esta casa, caballero –sonrió con emoción fingida. Era una
sonrisa que el tipo conocía muy bien-. Supongo que es usted el
hombre que mi madre ha contratado para acabar con la “maldición”
con la que está tan obsesionada. ¿Tiene nombre?
-No conozco a nadie que
no tenga. Ethan Crowley. Puede llamarme Ethan si lo desea. ¿La
señora Katherine Derleth supongo?
La mujer asintió
despacio con falsa sorpresa-. ¿Supone?
-Su madre me ha contado
la historia. No tiene pinta ni de sirvienta ni de espectro, así que…
-Ethan se encongió de hombros.
-Ya veo, así que la
vieja bruja ha aireado los trapos sucios con un extraño –sonrió
con malicia, y esta vez la emoción era mucho más genuina-. Hubiese
pagado lo que sea por ver la cara que puso al contarle esas cosas que
tanto la avergüenzan.
Crowley la miró
fijamente- Supongo que usted no cree en toda esa mierda de la
maldición, ¿no?
La mujer desvió la
mirada hacia la oscuridad exterior –En mi opinión no existen las
maldiciones, ni los fantasmas, ni nada parecido. Las cosas no pasan
por motivos sobrenaturales, no hace falta un espíritu o demonio al
que culpar de todas nuestras desgracias. Si queremos un maldito
culpable sería mejor mirar en un espejo. Todo lo que le pasa a esta
familia se lo merece- Miró al hombre y sonrió con amargura-.Todos
tenemos lo que nos ganamos.
El hombre la observó con
detenimiento. Muchas veces las personas decían más con su cara, su
ropa o sus expresiones que con cualquier palabra. Una persona que
prestara atención a los detalles podía aprender mucho de la gente,
aunque no siempre era agradable.
A veces se descubrían
cosas que era mejor mantener bajo llave. Pero así era la vida. Ethan
era de los que perseguían la verdad por horrible y perturbadora que
fuera. No porque fuese un valiente ni un idealista, era por la
sonrisa que se dibujaba en su cara cuando descubría lo que la gente
realmente escondía. Todo el mundo tiene esqueletos en el armario, y
algunos salen caminando por ellos mismos.
Cuando volvió la cara de
nuevo a la chica, esta lo miraba fijamente, con los ojos
entrecerrados y los labios apretados. Casi le provocó una erección.
-¿Viene usted de la
ciudad señor Crowley? ¿De Boston quizás?-. Katherine Derleth
entornó ligeramente los ojos con curiosidad. Ethan se preguntaba que
secretos escondían esos labios rojos como la sangre arterial.
El hombre negó
suavemente –No, no soy de Boston. Aunque he visto la ciudad.
La mujer volvió a perder
la vista en la lejanía de la tormenta más allá de la siniestra
mansión –La ciudad es un antro de maldad y perversión. Mi madre
se asegura de repetírnoslo al menos una vez al día cuando la
senilidad la deja tranquila. Yo estudié unos años en Boston y la
encontraba bastante más… natural que este cadáver en
descomposición en el que vivimos. Creo que a la vieja arpía le pasó
algo allí hace muchos años, quizás la violaron en un callejón
oscuro o algo igualmente horrible. Nunca ha hablado de ello
abiertamente. Demasiado orgullo, ¿sabe?
No le sorprendía en
absoluto el abierto rencor que la mujer mostraba por aquella que la
había parido por entre las piernas, esas piernas que, si las
suposiciones de la mujer eran ciertas, había disfrutado algún
bastardo hacía muchos años -. No se llevan muy bien.
-¿Usted cree?- preguntó
con sarcasmo.- Eso sería decir mucho.
Ethan se encogió de
hombros. De todas formas no era asunto suyo.
-¿Qué opina usted de
las ciudades, señor Crowley? ¿Piensa que son los burdeles de
sodomía que cree mi madre o las encuentra agradables?
El hombre desvió la
mirada unos minutos, dejándose llevar por el momento y la oscuridad
reinante de la casa -. Las ciudades son distintas a los pueblos. Son
grandes hervideros de bullicio y estrés, y eso hace que todos los
males se propaguen a mayor velocidad. Es como un hormiguero lleno de
insectos insignificantes que hacen que todo vaya bien. Pero son unos
bichos asustados. El tipo que camina con traje caro y maletín con
aire de tener un buen trabajo tiene prisa y está asustado de que
cualquier yonki lo mate al intentar robarle para el próximo viaje;
el yonki de la esquina está asustado y tiene prisa porque el mono se
lo come por dentro y la puta adicta de su mujer embarazada necesita
dinero para más drogas y dar a luz; y los polis que posiblemente
lleguen tarde a la escena del crimen también tiene prisa y están
asustados, lo cual los cabrea y hace que le peguen la paliza de su
vida al primer desgraciado sospechoso con el que se crucen. Pero la
gente vive segura en la ciudad porque son millones. Los males están
menos enraizados porque no tienen tiempo para ello. Al mal le cuesta
concentrarse allí, como un tiburón con un banco de peces demasiado
grande. Hay días en los que vuelve a casa hambriento.
La mujer lo miró con una
disimulada sonrisa de desprecio-. Ah, así que comparte la opinión
de mi madre sobre las ciudades. Quién me lo iba a decir…
El hombre la
interrumpió-. Yo no he dicho eso señorita Derleth. Los pueblos son…
en algunos aspectos peores. El mal tiene mucho tiempo con el que
proliferar, puede elegir que pez quiere llevarse a la boca. Todos
los males de la ciudad están más enraizados en los pueblos. La
gente teme al cambio y prefiere lo malo conocido a pensar en cómo
podrían mejorar las cosas. Hay… demasiados prejuicios y la gente
se conforma con lo que sea. Es como si el aislamiento y la intimidad
favoreciera todo eso. En la ciudad el mal es una gripe invernal que
afecta intermitentemente a muchas personas, pero en los pueblos es
un cáncer enconado y terminal del que no se puede escapar.
La mujer enmudeció unos
minutos, asimilando lo que acababa de oír. Finalmente suspiró-. ¿Y
que se supone nos deja eso a las personas…?
El hombre la miró con
una sonrisa deslizándose por el rostro como por una superficie
recién pulida-. El alcohol, señorita Derleth… el alcohol…
La chica no puedo
reprimir la sonrisa-. Muy cierto. Sabe, me gusta, es interesante y
con sentido del humor. Dos cosas que encuentro atractivas en un
hombre. Ya que lo ha mencionado, ¿me deja invitarle a una copa en la
sala de estar? Creo que ambos nos lo merecemos, y no creo que al
fantasma de mi padre le importe lo más mínimo.
-Siempre que pueda fumar
un cigarrillo –Respondió a los coqueteos de la mujer.
-Por supuesto, el tío
Robert es muy aficionado a los puros –Katherine se volvió y
comenzó a caminar por el pasillo en dirección a la sala de estar de
la planta baja. Si Ethan hubiese podido ver su rostro, sin duda, la
expresión de la mujer le habría dado escalofríos.
III
-Y el pobre bastardo
salió de la casa aún con la cara de su novia resbalándole por la
boca. Tenía los ojos desencajados e hinchados como pelotas de tenis.
No le había dado tiempo siquiera a ponerse los pantalones y la polla
le colgaba entre las piernas de un lado para otro. No sé que se
habría metido ese pobre hijoputa, pero había perdido completamente
la cabeza. Pero eso no fue lo peor, ni siquiera cuando los polis le
pegaron como diez disparos para detenerlo. Lo peor de todo, sin duda,
era que el cabrón seguía empalmado incluso cuando se lo cargaron-
Ethan terminó su historia y dio un largo trago al brandy de la
reserva privada de los Derleth.
Se encontraba sentado en
un caro sillón de ante cerca de la chimenea, con la mujer en
paralelo a él, quién parecía más interesada en el morbo de la
historia que en fingir el debido asco por la misma.
La sala era enorme y
estaba decorada con el esmero que se esperaría del salón de un rey.
Sobre la enorme chimenea de mármol negro descansaba un retrato
panorámico de toda la familia al completo. Podía observarse a cada
uno de sus miembros fingiendo ante el artista, pero incluso en la
misma se podían destacar las rivalidades y rencores entre ellos. El
resto de la habitación era espaciosa, con viejos sables de la
caballería británica y rifles de caza acosados por el tiempo,
registros de una gloria que había acabado incluso antes de que el
difunto señor Derleth hubiese nacido.
El rubor de las brasas de
la chimenea resultaba agradable y servía para combatir el sepulcral
frío que se apoderaba del resto de la casa. Los nudillos de Crowley
habían dejado de dolerle en cuanto el calor del alcohol, del tabaco,
de la chimenea y de la mujer que tenía a su lado se fue apoderando
de él.
-¿Así que su padre era
aficionado a viajar por el mundo? –Comentó sin darle mucha
importancia-. He visto los cuadros.
-¿Esos retratos
antiguos? Si, al viejo le gustaba montar un viajecito de vez en
cuando, una “expedición” como a él le gustaba llamarlas.
Supongo que no lo culpo por querer salir de este nido de locos
–Explicó la mujer mientras se llevaba el licor a la boca y lo
esparcía con la lengua sobre sus rojos labios.
-¿Alguna vez contó algo
sobre sus viajes? Alguna anécdota o algo parecido.
-Mmm… no que yo
recuerde. Mi padre no hablaba mucho con la familia sobre ese tipo de
cosas. Solía presumir delante de sus colegas del viejo club de
decrépitos “caballeros” que había en la ciudad. Pero creo que
todos están muertos. El viejo se quejaba de eso a menudo –Katherine
hablaba desapasionadamente mientras daba vueltas al vaso y a su
preciado contenido. Parecía hipnotizada por el fluido.
-¿Pero algo debió traer
de sus expediciones, algún recuerdo u objeto, no? –El hombre
intentaba profundizar con cuidado para no perder la atención de la
mujer. Aburrir a una mujer era el primer paso para que te mandase a
la mierda.
-Si queda algo debe estar
en el desván. Supongo que mi madre le habrá dicho que el viejo en
sus últimos días se encerró casi por completo ahí arriba. Al
principio dejaba entrar al servicio para que lo aseara y lo
alimentara, pero conforme la paranoia empezó a cebarse con él, ni
siquiera eso permitió. Cuando lo encontraron, el ático apestaba
tanto a mierda y a sudor humano como el viejo. Un final muy glorioso
para alguien como él –La mujer dejó dibujarse una pequeña
sonrisa en su rostro.
-¿Así que no sentía
nada por el viejo? –Ethan usó un tono tranquilo y neutral, no
estaba juzgando a la mujer, pero le sorprendía cada vez más la
apatía y el rencor que esta rezumaba. Él entendía lo que era eso
mejor que nadie, pero aún así no se resistió a preguntar.
-Bueno…-la mujer
suspiró quedamente-. El señor Arthur Derleth era caballero antes
que marido y que padre. Realmente nunca tuve demasiado trato con él.
Pasó casi toda mi juventud viajando por el mundo para presumir junto
a un atajo de neandertales retrógrados que no eran conscientes
siquiera de su propia extinción. ¿Sabe lo que es criarse sin padre
señor Crowley, y que luego en cada reunión social todo el mundo te
felicite por ser hija de quién eres? –la mujer negó con rabia
para sí misma-. Mi padre no sabía nada de responsabilidad. Para él
solo éramos un medio de trasmitir su sangre y dejar un legado, nada
más.
-Lo entiendo, créame. El
problema de los padres es que son personas, y la mayoría son
personas antes que padres, con sus defectos, sus vicios y sus
errores. A menudo olvidan lo que es importante si es que alguna vez
lo han sabido –el hombre había conocido a muchas personas en sus
viajes. Gente que se esforzaba por hacer las cosas bien, una minoría.
También había conocido gente a la que toda responsabilidad le
importaba una puta mierda. Y luego estaban aquellos que devoraban a
su propia descendencia. De todos ellos esos eran los peores.
La mujer se mantuvo en
silencio unos minutos, como si las palabras del hombre la hubiesen
incomodado. Fue en ese instante cuando se quitó las gafas y Ethan
pudo ver sus enrojecidos ojos y las ojeras que los recorrían. Sin
siquiera quererlo sintió como una pequeña punzada de compasión le
recorrió el cuerpo, desde la entrepierna hasta la cabeza, pasando
por el corazón.
Si la mujer se dio
cuenta, hizo cuanto pudo por ignorarlo. Al poco rato, volvió a
hablar, con un tono mucho más tembloroso, casi con un aire de
fragilidad.
-Dígame una cosa… ¿de
dónde es señor Crowley?
El hombre se tomó su
momento-. De todos sitios… y de ninguno.
Esta vez no era una
respuesta ingeniosa, era la pura verdad. Había vivido casi toda su
vida recorriendo América y algunos años fuera de ella, pero no
podía considerar que perteneciese a ningún sitio en particular.
Nunca se había asentado demasiado tiempo en un mismo lugar por una
buena razón o quizás a falta de ella.
-Le envidio, ¿sabe?
Ojalá yo pudiera dejar este sitio y empezar de nuevo en otro lugar
–por un momento Ethan sintió el desesperado anhelo de la mujer, y
eso lo estremeció como los calambres de una mala resaca. La chica
parecía una fría estatua de cristal, esperando para romperse con el
roce de una pluma-. Oh, Dios, ojalá pudiera…
Un pellizco en su pecho
trataba de crearle remordimientos de consciencia, pero el hombre
luchó por ahogarlos en la autocomplacencia. ¿Al fin y al cabo que
podía hacer él? Ni siquiera sabía una mierda sobre esa mujer que
estaba a punto de derrumbarse ante él.
-Supongo que puedes
intentarlo…-respondió incómodo-. Los límites lo ponemos
nosotros. Ninguna cadena real o imaginaria puede retenernos
eternamente.
La mujer parecía a punto
de estallar en llanto, pero sin llegar explotar, como una tormenta
amenazadora en el horizonte.
-Yo… no puedo. La
sangre me ata a esta familia con más fuerza que el hierro… ojalá
pudiese romperla pero… no creo que pueda…
La mujer lo miró
esperando cualquier respuesta, cualquier palabra que desmintiese lo
que, en el fondo, ella ya sabía. Pero solo encontró a un hombre
confuso que no sabía o no quería decir nada. Podía ver el muro que
ese hombre había construido a su alrededor, un muro que lo aislaba
de todo lo que había fuera. Esa era su defensa, pero a su vez lo
alejaba de las personas a las que pretendía ayudar. Era como un
médico al que no le importan una mierda sus pacientes, solo acabar
con la enfermedad. Esa era su tragedia, al igual que ella tenía la
suya propia.
Cuando el ambiente estaba
cargado de sentimientos enfrentados y gritos ahogados aparecieron dos
nuevos visitantes inoportunos, como sombras contra el fuego.
-Katherine, querida, veo
que lo que dicen de los viejos hábitos es cierto- comentó una voz
masculina y grave, perteneciente a un hombre ya entrado en edad-.
Sigues entregándote por completo a la bebida y a la concupiscencia.
Dos hombres se colaron en
la sala con paso firme y autoritario. Uno joven y de mirada
enfermiza, el otro maduro y de gesto frío. Vestidos de forma
elegante a la par que arcaica, parecían sacados de cualquier obra de
época salvo por la maligna astucia que brillaba en sus ojos, tan
contemporánea.
La expresión de la mujer
mudó por completo. Volvió a colocarse las gafas, y solo las
memorias de Crowley podrían convencerle de lo contrario. Donde antes
había una figura delicada y frágil ahora se alzaba un muro de roca
tan antiguo como aquella misma casa. Volvía a ser la mujer dura y
apática que había conocido en los pasillos del ala derecha, tan
familiar y conocida.
Se levantó con rapidez,
recolocándose el abrigo y se marchó del calor de la habitación con
pasos serpenteantes y el vaso a medio terminar aún en la mano.
-Parece que mi sobrina no
desborda educación, señor Crowley- explicó el mayor de los dos con
una sonrisa escalofriante brotando tras su espesa barba. El tipo le
recordaba a Abraham Limcoln con un mal día. En cambio el joven
parecía ser el hijo incestuoso que hubiese tenido con su hermana.
Piel pálida, ojos febriles y algo que no podía definir pero que no
le gustaba lo más mínimo.
-Es un bien caro, según
me han dicho- comentó Ethan.
-Siempre lo ha sido,
desde luego, pero parece que hemos desperdiciado el dinero con la
muchacha. ¿No le parece?-preguntó.
Crowley se encogió de
hombros, como gustaba hacer ante ese tipo de cuestiones fuera de su
ámbito de trabajo-. Usted debe ser Robert. La señora Derleth me ha
especificado que recurriese a usted sobre la cronología de la casa,
la genealogía y los planos de la misma. Si gusta…
-Así que la anciana me
ha cargado a mí con todo el trabajo- dijo sin esconder su
desagrado-. Debería saber que todo esto es culpa del idiota de mi
hermano. Él no tenía bastante con el legado de la familia, tenía
que salir en busca de fama y reconocimiento. Si hay alguna maldición
aquejando a esta familia sin duda es su incompetencia. Debería
empezar por ahí señor Crowley.
La escena cada vez estaba
mejorando, había empezado con un poco de La Familia Adams y ahora
estaba derivando poco a poco a Los Borgia. Esperaba que no acabase
todo en La Matanza de Texas o algo igual de desagradable.
El chico se acercó.
Temblaba mientras caminaba y el brillo de sus enrojecidos ojos no
hacía más que acentuarse. Era como unas de esas hienas del National
Geografic, solo que posiblemente el doble de cabrón.
-Así que usted es el
tipo que ha venido desde cualquier alcantarilla para meter la nariz
en la mierda de la familia y darse un festín. Pues aquí no hay
mierda que llevarse a la boca- el chico lo miraba como si lo hubiese
odiado durante toda su corta y seguramente trastornada vida.
Ethan no se paró
demasiado en mirarlo, se dirigió a Robert y aún con el cigarro
humeante en la boca señaló con la cabeza al chico rubio que tenía
enfrente-. Y este debe ser el perro de la casa. Creo que debería
invertir un poco de dinero en su educación, he oído que ahora hay
unos adiestradores magníficos. Hasta enseñan a dar la pata…
Los ojos del chico se
dilataron de pronto como si estuviera drogado y se tornaron más
rojizos si cabe. Estaba dispuesto a lanzarse sobre Crowley en
cualquier momento, pero su tío lo detuvo.
-Tranquilo Patrick, el
señor Crowley no pretendía ofenderte...- sentenció con divertida
tranquilidad. Parecía disfrutar con la humillación del muchacho y
no hacía demasiado por esconderlo-. ¿Verdad?
-Ni remotamente...-
sonrió el hombre.
El chico lo miró con
rabia contenida, sin duda imaginando mil maneras de hacer pagar al
extraño aquella situación. “Esto no va acabar así, hijo de puta.
Te vas a arrepentir de haber nacido.”- decían sus ojos.
Ethan no pudo más que
saborear satisfecho la situación. No había nada que aquel crío
desquiciado pudiera hacer para asustarlo. Los temores del hombre eran
más profundos de lo que cualquiera podía imaginar. Maldijo para sí
por permitir que lo invadieran esos pensamientos. Con un ejercicio
mental los desterró y centró su atención en el trabajo que tenía
delante.
-Con su permiso, Señor
Derleth me gustaría echar un vistazo a los cadáveres- comentó con
renovada tranquilidad.
El barbudo lo miró
durante unos segundos antes de responder. Ethan se preguntó si lo
estaba evaluando. Robert parecía el más interesado en que su
hermano desapareciese y eso lo hacía un sospechoso jodidamente
bueno-. Si así lo desea...-respondió con desgana, como alguien que
no quiere saber mucho del tema. No estaba nervioso en lo absoluto y
estaba dispuesto a colaborar entre que no se le manchasen los zapatos
de mierda fresca.- El cadáver de mi hermano se encuentra en la
morgue del pueblo. El marido de Katherine fue devuelto a su familia
como esta pidió detalladamente. Respecto a la niña, tendrá un
problema, pues ya ha sido enterrada en la cripta familiar. Así que a
menos que sea usted un asqueroso profanador de tumbas, será mejor
que vaya olvidándose del tema...- terminó con una divertida mueca
reptándole por la cara.
El hombre se despidió
con fingida cortesía y volvió con parsimonia hacia sus aposentos.
Ethan era peor que eso, mucho peor que eso. Y lo sabía.
IV
La noche fue fría y la
tormenta no dejó de sobrevolar el lugar con alas negras y graznidos
relampagueantes ni un momento. Por algún extraño motivo le costó
horrores conciliar el sueño en aquella habitación tan barroca, y
cuando por fin lo logró, tuvo terribles pesadillas sobre un hombre
de rostro cadavérico y cabellos blancos que conocía demasiado bien.
Apenas luchaba por hallar un resquicio de comodidad entre aquellas
gruesas sábanas apolilladas cuando se encontró caminando por una
tierra lejana y perdida, muy lejos del condado de Essex donde
dormitaba unos segundos antes.
Ante él se abría el
sendero de una escalera de gris pizarra, que permanecía inmóvil y
serpenteaba retorcida sobre un abismo sin inicio ni final. El hombre
había visto muchas cosas, pero aquella estructura era demasiado
extraña, demasiado alienígena para reportarle un ápice de
comodidad. Parecía algo abandonado, dejado a medias e incompleto; un
borrador de lo que podía haber sido pero ya nunca sería. O quizás
era algo distinto, el negativo de lo que podía ser. Aquellos
pensamientos tan ajenos lo asustaron, pues sentía que no eran
propios de él; como si algo o alguien los estuviese colando por la
rendija de la puerta de su mente.
Instintivamente se lanzó
escaleras arriba, en busca de una salida que no estaba seguro de
encontrar. Subió y subió, giró y giró en la interminable espina
de escalones sin siquiera avanzar. En aquella oscuridad innatural,
que lo ocultaba todo excepto al hombre y la escalera era imposible
averiguar si subía o bajaba. La ansiedad se iba apoderando poco a
poco de él y a punto estuvo de caer al vacío cuando tropezó en el
borde de un tramo derrumbado. No había camino de retorno, no podía
subir más. Esa parte de la arcaica escalera monolítica se había
venido abajo por el tiempo y la erosión, impidiendo cualquier
intento de ascender y salir de aquella oscuridad.
Su pecho desbocado se
detuvo, con la cruel aceptación de su inevitable destino. No había
escapatoria. Solo podía bajar y afrontar lo que sea que la escalera
de pizarra le tuviese preparado. Quizás era así como funcionaba la
vida. Tarde o temprano derrumbamos todos los puentes por los que
pasamos y no nos queda otro camino que enfrentarnos a lo que hay más
adelante.
Colocó el primer pie en
la escalera, vacilante, acompañándolo lentamente con el segundo. El
tercero y cuarto escalón fueron más sencillos de bajar, como si
descendiera por una cuesta empinada y poco a poco el peso de la
gravedad se fuese apoderando de él. La escalera se curvó sobre si
misma como una serpiente enroscada descendiendo cada vez más, hasta
el punto que ya no recordaba cuanto tiempo llevaba bajando. Podían
ser horas, incluso días, o quizás solo unos minutos. Su concepción
del tiempo estaba tan distorsionada que solo era medida por el
cansancio de su fatigado cuerpo.
Bajó durante una
eternidad, sin cambios en el paisaje ni luces que le indicasen el día
o la noche, hasta que al final llegó a una puerta. Casi sin previo
aviso la escalera se combó hacia una oscura pared de basalto, oscura
y brillante como el ónice. En la pared, había una sencilla puerta
de madera, sucia y carcomida, con repugnantes manchas de orina en la
parte inferior. Ethan conocía muy bien esa puerta. Era la de su
apartamento.
Con pasos temblorosos se
acercó y extendió la mano sobre ella. Fue algo instintivo, no
premeditado. Acarició la madera desvaída de la misma, pues
necesitaba sentir su tacto y rugosidad. Necesitaba algo que le
ayudara a anclarse a la realidad frente a toda aquella locura.
Estaba perdido en ello cuando una voz familiar y escalofriante lo
sacó de su aturdimiento.
-Por fin has llegado
-dijo, y Ethan supo de quién se trataba sin necesidad de darse la
vuelta. Un escalofrío le recorrió-. Te estaba esperando.
-¿Qué coño es esto?
-se dijo a sí mismo, que se observaba desde el otro lado de la
superficie-.¿Y quién cojones eres tu?
El doble de Ethan se
sonrió con naturalidad, como si él mismo se estuviese mirando a un
espejo. Era idéntico en todos los sentidos. Incluso sus gestos y
manías coincidían a la perfección. Vestía justo igual, una camisa
blanca barata con una corbata horrible y un largo abrigo oscuro. Lo
miraba con insana familiaridad. Solo con eso ya le ponía la carne de
gallina.
-¿De verdad tienes que
preguntarlo? -respondió con tranquilidad-. Soy tu.
-Venga, no me jodas
-comentó con enfado el original-. ¿Y qué coño se supone que es
esto, una de esas experiencias zen de conocerse a sí mismo?
El doppelganger no puedo
evitar una sonrisa-. Si, se podría decir que si. Sabes perfectamente
lo que es esto. Llevas buscándolo mucho tiempo.
-Mira, puedes meterte tu
mierda críptica de oráculo por el culo y disfrutar el momento. Por
lo que a mi respecta, solo estoy buscando una manera de salir de aquí
-cortó por lo sano. Estaba demasiado confuso e intranquilo como para
seguirle el rollo a lo que sea que fuese esa cosa.
El extraño sonrió de
nuevo. Cada una de sus muecas le daba escalofríos-. Puedes intentar
huir como haces siempre, pero sabes tan bien como yo que es inútil.
Aquí solo estamos nosotros.
Ethan lo miró con
suspicacia. Empezaba a entender por qué la gente solía decir que
era un capullo.- ¿Y esa puerta?
-Esta puerta -presentó
extendiendo solemnemente la mano- es lo que hay. Eres tu ahora mismo
y lo que se aproxima. Es una puerta a un mundo de posibilidades,
distinta a lo que fue y a lo que puede ser. Porque en el umbral de
esa puerta es donde puedes hacer los cambios, pero ambos sabemos que
no los harás. Porque eres un cobarde.
Ethan descubrió que las
palabras de su otro yo lo hirieron más de lo que le gustaría
admitir. Se sentía inseguro frente a aquella copia tan tranquila y
natural en ese lugar extraño.- ¿Qué coño sabes tu de mi para
hablarme de esa manera? Menudo gilipollas.
El otro Ethan lo miró
directamente a los ojos con genuina compasión y volvió a sonreír
por tercera vez.- Yo soy tu, Ethan. Sé lo que eres, lo que temes más
que a la misma muerte y lo que anhelas por encima de cualquier otra
cosa. Sé lo que te hace tiritar por la noche y encogerte de placer.
No tienes secretos para mi.
El hombre se sintió
derrotado, desnudo, violado frente a su némesis en aquel rincón
oscuro de la escalera de pizarra. Se sentía viviseccionado por
aquellos ojos que lo abarcaban todo. Sus propios ojos.
-¿Qué pasa si cruzo la
puerta?-preguntó sin fuerzas.
-Encontrarás aquello que
es, pero aún se puede cambiar. Te encontrarás a ti mismo- respondió
el otro.
Ethan sintió su
consciencia crepitar, ondular y tambalearse, y una pequeña idea
reptó por su mente.- ¿Esto es un sueño, verdad?
-¿Y qué son los sueños,
Ethan, sino la puerta que conecta nuestro mundo con el pasado, el
presente y el futuro? Cuando soñamos dormidos, nuestros recuerdos
nos envían al pasado y cuando lo hacemos despiertos nos catapultan
al futuro. Y al despertar, el despertar nos devuelve inevitablemente
a nuestro presente- explicó como si llevara haciéndolo toda la
vida.
-¿Tengo que
cruzarla?-dijo con un matiz de miedo en la voz-. Dime que lugar es
este, por favor.
-Tienes. No puedes huir
eternamente. Un día te alcanzarás a ti mismo y no podrás correr
más -su voz resonaba por el vacío de aquel abismo-. En este reino
hay tres puertas esperando. Cada una tiene algo para ti, pero la
última es la que más temes. En la primera encontrarás aquello que
has decidido pero no quieres. En la segunda te esperan todos los
pecados que has dejado atrás. Y finalmente, en la última te espera
aquello por lo que has pagado, tu premio. Pero hoy solo puedes
cruzar esta. No temas, pues aún te queda tiempo antes de que esas
puertas vayan hacia ti. Cruza la primera Ethan, no te quedes en el
umbral y sobre todo, nunca mires atrás.
El hombre lo observó
largo rato asimilando todo lo que el fantasma había dicho. Le
asustaba aquello que le esperaba al otro lado de la sucia puerta de
su apartamento, pero más le aterrorizaban las otras dos que el
extraño había mencionado. Al menos sé lo que soy, se dijo a si
mismo. Y con paso vacilante se acercó al primer umbral.
-¿Nos volveremos a
ver?-preguntó.
-No -respondió su
doble-. Tu solo puedes guiarte en el presente, pues no tienes a nadie
más. Habrá otros esperando en las otras puertas.
-Bien. Adiós, espíritu,
o lo que seas. No te debo agradecimiento alguno, así que vete a
tomar por culo -dijo y sin pensarlo más abrió la puerta y atravesó
el umbral.
Cruzar la
puerta fue como nacer de nuevo. Una sucesión de imágenes sin
sentido inundaron su mente, serpenteando entre la linea que separaba
lo consciente y lo inconsciente. Su rostro demacrado y hundido en el
espejo de un sucio baño oscuro. La danza del fuego devorando la
mansión Derleth. La cripta adornada por los pequeños esqueletos de
docenas de niños no-natos. Los carnosos labios de una mujer rozando
suavemente los suyos. El miedo, la oscuridad de Schwarzschild y el
hombre de cabellos canos. El Gusano Vencedor. Descubrimiento y
rechazo. Los que esperan tras la grieta.
Ethan
despertó sobresaltado bañado completamente en sudor y con el
corazón en un puño. Poco a poco fue calmándose mirando las
humedades del techo de la barroca habitación. La lluvia era densa en
las ventanas, pero por la poca claridad, podía entrever que ya había
amanecido. Se levantó y se sentó en la cama mientras recuperaba la
tranquilidad. No recordaba bien lo que había soñado, pero fuese lo
que fuese tenía la sensación de que había sido terrible. Comenzó
a vestirse poco a poco mientras intentaba en vano recordar. Decidió
que si no podía hacerlo, lo olvidaría todo, relegándolo al fondo
de su memoria, al lugar donde tiraba todo aquello que era mejor que
desapareciese para siempre. Se colocó la camisa, los zapatos y el
abrigo y salió por la puerta de madera blanca, con el marco de
filigranas, y por un momento tuvo la extraña sensación de que no
era la única puerta que había cruzado esa misma noche.
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